Te modeló.
Te conoció o te inventó. Te dio vida y éxito. Te regaló una novela entera para que perduraras en el tiempo.
Mirándote, observándote, se diría que naciste inquieta, infeliz, insatisfecha: los momentos tranquilos sólo eran fruto de no saber.
Carlos te abrió la puerta. Y tú te tiraste al vacío sin esperar a bajar las escaleras ni preguntarle a él si quería ir contigo.
Porque él te hubiera seguido, pero tú no le habrías seguido a él.
No le querías. No le quisiste. Sólo querías lo externo, lo ajeno, lo apetecible, lo contrario a él. Sólo te querías tú, ni a tu hija querías.
Te engañaron. Quisieron aprovecharse de ti. No te querían. Ninguno. Sólo Carlos. Y tanto te quiso…
Y tú, pobre mujer, te humillaste por el suelo, por los campos, por las ciudades,…, buscando un cofre de tesoro escondido, que no existe más que en los mapas de la imaginación, de la fantasía, de los cuentos.
Te agobiaste. El dinero, las deudas,…Todo iba a salir. Pero te utilizaron.
Te utilizaron para que hicieras justo lo que hiciste, suicidarte.
Y tú terminaste la agonía, la angustia, la infelicidad para siempre con tu muerte.
Y Carlos no aguantó ni tu pérdida ni tu infidelidad. Los celos, la rabia, y el saber que otros te tuvieron acabaron con su corazón y su vida.
Y ahí quedó Homais, que, abriéndose camino siempre para hacerse un hueco social, consiguió su objetivo.
No es justo que tu vida, tu novela, le conceda a él todo el protagonismo al final.
Te persiguió el mal hasta la muerte, con el ciego, pero descansaste del peso de tu conciencia al final.
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